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Colonización inglesa de Nueva Zelanda, 1868. Durante la guerra entre británicos y nativos maoríes, la vida de una joven irlandesa (Samantha Morton) se ve desgarrada cuando su hijo es secuestrado por su abuelo maorí. La búsqueda del niño será para ella una auténtica odisea.
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Un autocine es en realidad, una trampa del Gobierno para atrapar a los revoltosos Car Boys (y demás escoria indeseable) y retenerlos allí. Así la sociedad se verá libre de los jovenes rebeldes que la incordian. Una vez dentro, y mientras completa el acto sexual con su novia, a Crabs le roban las ruedas del coche de su padrastro. El dueño del autocine, el siniestramente anodino señor Thompson, les informa que no hay manera de conseguir otras de recambio. Allí, además, no llegan taxis, autobuses ni se puede comunicar exteriormente con nadie. Van a tener que quedarse pasar la noche. Y pasa la noche y nada cambia, siguen allí. A su alrededor, todos los punks conviven en una especie de autocine fantasmal, con coches que no funcionan y que han sido convertidos en vivientes para sus habitantes. Todos los días comen hamburguesas, huevos y batidos en la cafetería y a las noches pasan una película de ultraviolencia y sadismo. Pero Crabs tiene una idea, y sabe que pueden huir.